Hace unas semanas pude preparar
una fabada de antología. El éxito no se debió a la suerte ni a la casualidad,
ni tampoco, por supuesto, a las virtudes en cocina del oficiante. Todo se debió
a algo que debería de ser siempre básico cuando pretendemos hacer o disfrutar
de la mejor cocina, algo que no es otra cosa que la calidad.
Quiero utilizar este post para
señalar esa gran verdad, esa verdad inmutable que dice que solo desde la
calidad del producto – ojo no confundir calidad con precio – es posible ofrecer
una cocina verdaderamente sobresaliente.
En el caso que nos ocupa muchos
factores se aliaron para esa antológica fabada. Se cocinó en Asturias, en un
maravilloso pueblo que por ahora mantendremos en secreto, y en compañía de
estupendos amigos y mejores comensales. Hasta aquí todo lo que tiene que ver
con una parte subjetiva, importante y necesaria de la calidad digamos ambiental. Pero lo verdaderamente
importante fue poder usar ingredientes absolutamente inmejorables: unas fabes de escándalo
para acompañar en la olla a los embutidos caseros de la Sra. Juanita.
En estos tiempos de alimentos envasados,
embolsados, empaquetados y estandarizados disfrutar del lujo de usar embutidos
hechos en casa para el consumo familiar es verdaderamente difícil y por ello el
placer de tocarlos, de oler los mismos aromas a humo que se han olido siempre
en ese pueblo, te sitúan en contacto con una cocina verdaderamente tradicional,
sin ningún tipo de pose o de falsedad.
Algo único.
Y las fabes. Adquiridas en una pequeña tienda de ultramarinos del pueblo
vecino y extraídas de un saco donde solo rezaba “fabes muy buenas”
verdaderamente rozaron la perfección tras su paso por la olla, por el calor y
por el tiempo.
Un homenaje a la tradición, a la
sencillez y sobre todo a la calidad.
Con semejante producto uno no
puede dejar de pensar en esa máxima que dice que, en estos casos, el cocinero
solo tiene que hacer una cosa, no estropearlo. Y así, encomendándome a lo leído y
a alguna experiencia previa comencé con el operativo.
Desde la noche anterior dejé en
remojo un kg. de fabes y en otro
recipiente, también en remojo, todo el compango, es decir cuatro chorizos, tres
morcillas, un trozo de jamón y un trozo de lacón.
Por la mañana calenté agua a
punto de ebullición y tras apagar el fuego introduje durante diez minutos los
chorizos y las morcillas para desgrasarlos un poco.
En una cazuela grande y en crudo
se añade una cebolla muy finamente picada. Sobre si añadir o no cebolla a la
fabada sé que hay un encendido debate pero yo tomé partido por el si. Sobre ella
se colocan las fabes y encima el
compango y sin más historias se sala con mucha mesura, se enciende el fuego y
se vigila el primer hervor. En ese momento se retira la espuma que pueda haber
aparecido y se baja el fuego al mínimo. Y desde aquí ya es todo cuestión de
cariño
, paciencia y sobre todo de tiempo.
Cada rato se vigila y se le da un
suave meneíto a la cazuela con mucho cuidado de no romper la legumbre. En nuestro
caso la cosa estaba perfecta en unas tres horas de cocción, pero aquí inevitablemente
tendréis que ir probando porque la cosa puede variar en función del agua, de la
legumbre o del fuego. Vosotros mismos.
Y para disfrutarlo, lo mejor es
separar y trocear el compango a la manera tradicional para que cada cual se
sacramente después las fabes a su
gusto y conveniencia.
En nuestro caso también conté a
buen seguro con la ayuda del espíritu de un gran amigo que a pesar de su
discapacidad visual se marcaba unas fabadas de impresión echándole el valor –
que yo no tuve – de dejarlas cociendo toda la noche con una llama poco mayor
que la de un mechero, mientras en la casa dormíamos a pierna suelta. En el colmo
del magisterio Nicolás, además de enseñarnos como vivir también nos enseñó a hacer
fabadas de la misma forma, sin miedo.
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