Comenzar una serie de post sobre
la cocina de Alicante se me antoja de entrada una labor complicada pero
apasionante. Pero como esto es voluntario no seré yo, que me he hecho el
autoencargo, el que ponga pegas a la cosa.
La cocina de Alicante es, sin
ningún género de dudas, una de las grandes cocinas de nuestro país. Por fortuna
ya han quedado atrás los tiempos de la paella turística, de los platos
combinados y de una peligrosa, durante años, falta de capacidad para superar
las servidumbres obligadas por aquel
primer turismo masivo y de alpargata. También se han ido superando complejos
antiguos que aquí, como en casi toda España, nos hacía percibir como de inferior
rango platos tradicionales y populares que durante años no se sirvieron en casi
ningún restaurante y que entonces no pudieron pasar todavía de ser cocina
diaria del pueblo a ser pura gastronomía.
Ya estas barreras se han roto y
ha aparecido, para sorpresa de muchos de los de fuera y bastantes de los de aquí, una cocina basada en
la tradición y en el producto, pegada a la tierra, homologable en calidad a
cualquier otra y que también ha conseguido engancharse a las nuevas corrientes
de la modernidad culinaria.
Cuando hablemos, en este y en otros
post, de la cocina de La Terreta
hablaremos de gambas rojas y quisquillas, de dentones y doradas salvajes, de pulpos
de costa y de meros, pero también de alcachofas y habas de la Vega Baja, de pasas
de La Marina, del Fondillón, de dátiles, turrones y helados, de aceites, de
uvas, de huevas, de mojamas y sin duda de unas de la mejores DO vitivinícolas de
España.
Hablaremos de historia, de
comarcas costeras e interiores, de adafinas judías, de salados aromas fenicios, de ecos musulmanes, de sabores romanos, de ánforas
de garum hundidas en nuestras costas,
de emigraciones e inmigraciones. Hablaremos de todo lo que define a un pueblo,
de todo lo que le hace ser como es y le hace expresarse de una determinada manera
cuando se pone delante de los fogones.
Hablaremos, en esencia, del
resultado del paso de la historia y con ello del paso de muchas culturas por
una pequeña parte del Mediterráneo, la nuestra, que sin duda es también en lo gastronómico
una de las millores terretas del món.
Y hablaremos de arroces, no de
paellas. Que esta batalla con Valencia es vieja y conviene no perder ocasión
para señalar las diferencias.
Y si toca comenzar con algo que
nos defina hablaremos, al hilo del último post, de algo pequeño y delicado,
algo que nunca falta en ningún buen bar alicantino, algo que puede ser
aperitivo o final de una cena de tapeo y que nunca ha perdido un puesto de
honor en nuestra preferencias: el montadito.
Que nadie se equivoque, el
montadito no es un bocadillo pequeño. El montadito, en su esencia, necesita un
pan aplastado y tostado en la plancha, relleno de cosas simples o complejas
pero susceptible de ser engullido, aún caliente, en no más de tres bocados.
De todos los posibles, de todos
los que ahora se están sirviendo en los miles de bares de la provincia yo me
decanto siempre por un buen montadito de hueva. Lo tiene todo, sabor,
sencillez, producto y tradición. ¿Alguien puede pedir más?
Y hoy la cosa es fácil, un buen pan
de montadito que se tuesta lenta y levemente, se adereza con el mejor aceite
virgen extra de Alicante y con una fina lámina de tomate, se completa con varios
cortes finos de la mejor hueva que cada presupuesto pueda costearse y se culmina
con el resto del pan.
Y desde ahí a la gloria, lo
dicho, solo tres bocados. Y no dejar nunca que se enfríe.
Pura esencia de Alicante.